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HACIA UNA UTOPIA POSIBLE

En "El fin de la pobreza" (debate), el economista norteamericano Jeffrey Sachs examina las raíces de la prosperidad y afirma que, por primera vez en la historia, es posible eliminar la pobreza más extrema. En este fragmento explica por qué hacerlo es, además, una clave de la estabilidad mundial.

¿Actuará el mundo rico para ayudar a salvar al mundo pobre? Los cínicos dicen que no. ¿Por qué tendríamos que hacerlo? La pobreza no es nuestro problema; es problema suyo. ¿Qué pueden hacernos los pobres? ¿Qué pueden hacer por nosotros? ¿Cuándo ha habido algún país que haya hecho de forma altruista algo por otros países? ¿Cómo podemos luchar contra la pobreza cuando tenemos que luchar contra el terrorismo? ¿Cómo pueden pedirle los políticos a la opinión pública que le dé más a Africa cuando la gente ya se siente exprimida económicamente? Estas son preguntas que oigo a diario.

También se trata de preguntas con un particular tinte estadounidense. Muchos estadounidenses no creen que la ayuda económica tenga mucho que ver con su seguridad nacional. Para este asunto ya depositan su fe en el ejército. Estados Unidos ha gastado en el año 2004 treinta veces más en el ejército que en ayuda exterior; 450.000 millones frente a USD 15.000 millones Sólo Grecia se aproxima un poco a tan desigual proporción [...], según los datos más recientes de que disponemos, correspondientes a 2002 (mucho antes de la actual escalada militar estadounidense).

La decisión estadounidense de invertir para respaldar el enfoque militar antes que otras alternativas en el terreno de las relaciones internacionales refleja varias ideas erróneas. La primera falacia es que ya estamos haciendo todo lo posible por ayudar a los pobres. Los sondeos de opinión realizados a lo largo de la pasada década mostraron una y otra vez que los ciudadanos estadounidenses sobrestiman la cantidad de fondos que Estados Unidos destina a la ayuda exterior. En una encuesta realizada en 2001, el Programa de Actitudes hacia la Política Internacional (PIPA), de la Universidad de Maryland informaba que, por regla general, los estadounidenses creían que la ayuda exterior representaba el 20% del presupuesto federal, aproximadamente veinticuatro veces más que la cifra real. El PIPA revelaba el mismo resultado en los sondeos de mediados de la década de 1990.

El presidente Bush parece incurrir en el mismo error. En una rueda de prensa celebrada en abril de 2004 dijo que "como primera superpotencia sobre la faz de la Tierra, tenemos la obligación de contribuir a la difusión de la libertad. Tenemos la obligación de ayudar a alimentar a los hambrientos". Sin embargo, ¿cómo cumple Estados Unidos con su obligación? La contribución estadounidense a los agricultores de los países pobres para ayudar- los a cultivar más alimentos se sitúa en menos de USD 1.000 millones anuales, quizá USD 1 por cada agricultor de subsistencia del mundo. Pero claro, USD 1.000 millones representan un centavo de cada 100 dólares de renta nacional estadounidense. Estados Unidos proporciona otros USD 8.000 millones en alimentos, los cuales contribuyen a alimentar a los afectados por una crisis, pero no sirven de nada por sí solos para resolver la raíz del problema, el de la inestable e insuficiente producción de alimentos.

La segunda falacia es la opinión generalizada de que el ejército puede garantizar la seguridad estadounidense aun en el marco de un mundo inestable. Este es el mismo error que llevó a los estadounidenses a creer que Estados Unidos sería recibido en Bagdad como una fuerza de liberación, que la captura de Saddam Hussein detendría la violencia en Irak o que un ataque más contra Al-Qaeda pondría fin al terror. Con independencia de si los terroristas son ricos, pobres o de clase media, sus lugares de refugio -sus bases de operaciones- son las sociedades inestables acuciadas por la pobreza, el desempleo, el rápido crecimiento demográfico, el hambre y la falta de esperanza. Si no abordamos desde la raíz las causas de esa inestabilidad, poco avanzaremos en la contención del terror.

La tercera falacia es la del "choque de civilizaciones", la creencia de que el mundo está entrando en una época de guerra entre culturas. En Estados Unidos muchas personas creen que se trata de una guerra literal, la batalla de Armagedón. Aunque no está claro cuántos exactamente, hay millones de estadounidenses que creen en la inminencia de los "últimos días" de la profecía bíblica.
Esta creencia milenarista ha regresado en oleadas a la historia estadounidense pero nunca antes siendo Estados Unidos una superpotencia nuclear a escala mundial. Esto nos aterra a quienes preferiríamos utilizar la racionalidad en lugar de la profecía bíblica para orientar la política exterior estadounidense.

Pruebas concluyentes han revelado fuertes vínculos entre la pobreza extrema en el exterior y las amenazas a la seguridad nacional estadounidense. La pobreza en el exterior puede verdaderamente hacernos daño en casa, como ha sucedido en reiteradas ocasiones. Respondiendo a la pregunta anterior, sí, los países sí actúan en ocasiones de forma altruista ayudando a otros países a afrontar sus principales desafíos económicos y socia- les. De hecho, han actuado así durante generaciones, como sucedió con el encomiable Plan Marshall. Los estrategas en materia de política exterior reconocieron hace mucho que los actos de altruismo -poner fin al comercio de esclavos, apoyar a países para que se independicen del imperio, incrementar la ayuda para la reconstrucción y el desarrollo u ofrecer ayuda humanitaria tras sufrir catástrofes naturales- son también actos realizados por interés ilustrado. Este tipo de interés no merma la generosidad de los mismos. Al fin y al cabo, los preceptos morales son reglas de conducta que establecen un fundamento para la cooperación y la reciprocidad sobre las que se basa la civilización.

También es erróneo suponer que se castiga a los políticos por apoyar este tipo de acciones. Hay infinidad de experiencias que muestran que el gran público acepta este tipo de medidas, sobre todo si ven que a los ricos de sus propias sociedades se les pide que cumplan con lo que en justicia les corresponde. El problema en Estados Unidos no ha sido la oposición pública a la creciente ayuda exterior, sino la falta de liderazgo político para informar siquiera al público de su importancia o para pedirle que realice un esfuerzo mayor. Los estadounidenses han demostrado sin ambages su disposición a "compartir al menos una pequeña parte de su riqueza con quienes en el mundo sufren grandes necesidades", lo cual reafirma en principio un sólido apoyo de los ciudadanos estadounidenses al ofrecimiento de ayuda exterior. El sondeo del PIPA también reveló que el 54 por ciento rechazaba la idea de que la ayuda exterior "debiera ser estrictamente un asunto privado del que tengan que ocuparse personas que realicen donaciones a través de organizaciones privadas". Los estadounidenses entienden lo que hay que hacer y por qué es un deber público. Lo que no aprecian es lo poco que está haciendo en realidad Estados Unidos.

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